CAPÍTULO XX | ![]() |
Estábamos jugando con Platero y
con el loro, en el huerto de mi amigo, el médico francés, cuando
una mujer joven, desordenada y ansiosa, llegó, cuesta abajo, hasta nosotros. Antes de llegar, avanzando el negro ver
angustiado a mí, me había suplicado:
-Zeñorito, ¿ejtá ahí
eze médico?
Tras ella venían ya unos chiquillos
astrosos, que,
a cada instante, jadeando,
miraban camino arriba; al fin, varios hombres que traían a otro, lívido
y decaído. Era un cazador furtivo de esos que cazan venados en el coto
de Doñana. La escopeta, una absurda escopeta vieja amarrada con tomiza,
se le había reventado, y el cazador traía el tiro en un brazo.
Mi amigo se llegó, cariñoso, al herido; le levantó unos
míseros trapos que le habían puesto, le lavó la sangre
y le fue tocando huesos y músculos. De cuando en cuando me decía:
-Ce n'est rien...
Caía la tarde. De Huelva llegaba un olor a marisma, a brea,
a pescado... Los naranjos redondeaban, sobre el Poniente rosa, sus apretados
terciopelos de esmeralda.
...
Al pobre cazador se le llenaban de sol las lágrimas saltadas; a veces
dejaba oír un ahogado grito.
Y el loro:
-Ce n'est rien...