Los caracoles son animales invertebrados de cuerpo blando, pertenecientes al grupo de los moluscos terrestres, que se diferencian de las babosas, animal de su propia familia, por poseer una concha dorsal externa muy visible, de formas y colores variados, según las especies. Después de los insectos, los moluscos constituyen el grupo de invertebrados más abundante en cuanto a especies que hay en la naturaleza, aproximadamente 50.000.

Los caracoles tienen tentáculos prominentes que, en muchas especies, sustentan los ojos. Muchos caracoles miden tan sólo 0,1 cm de longitud; otros, como el caracol de tierra africano, alcanzan los 20 cm. La concha en la que se recoge el animal le sirve como protección contra los depredadores. Los caracoles terrestres están muy bien adaptados a los cambios de humedad; algunas especies del desierto pueden permanecer en el interior de sus conchas durante dos o más años. Para ello, sellan la entrada de éstas.

Los caracoles se mueven por medio de una serie de contracciones musculares ondulatorias que recorren la cara inferior del pie y se alimentan de vegetales y de materia en descomposición. Son miembros importantes de la cadena trófica ya que son una fuente de alimentación para los peces y las aves acuáticas. Muchas especies son hermafroditas y capaces de autofecundarse.

Los caracoles terrestres forman parte de la alimentación humana casi desde el origen del hombre. Se han descubierto caracoleras de dimensiones gigantescas (decenas de metros de longitud) en el interior de las cavernas habitadas por nuestros antepasados, principalmente, en el norte de África. Proporcionan al hombre un alimento de un alto valor nutritivo y muy sabroso. La carne del caracol es muy digestiva, dada la calidad y cantidad de los aminoácidos de la proteína, sana y nutritiva.

Estos animales también pueden ser dañinos para el hombre. Al alimentarse de plantas, se les pueden considerar una plaga para la agricultura y convertirse en un gran problema para las cosechas.